Dominic Tang, the courageous Chinese archbishop, was imprisoned for twenty-one years for nothing more than his loyalty to Christ and Christ’s one, true Church. After five years of solitary confinement in a windowless, damp cell, the Archbishop was told by his jailers that he could leave it for a few hours to do whatever he wanted. Five years of solitary confinement and he had a couple of hours to do what he wanted! What would it be? A hot shower? A change of clothes? Certainly, a long walk outside? A chance to call or write to family? What would it be, the jailer asked him. “I would like to say Mass,” replied Archbishop Tang. [Msgr. Timothy M. Dolan, Priests of the Third Millennium (2000), p. 216]. The Vietnamese Jesuit, Joseph Nguyen-Cong Doan, who spent nine years in labor camps in Vietnam, relates how he was finally able to say Mass when a fellow priest-prisoner shared some of his own smuggled supplies. “That night, when the other prisoners were asleep, lying on the floor of my cell, I celebrated Mass with tears of joy. My altar was my blanket, my prison clothes my vestments. But I felt myself at the heart of humanity and of the whole of creation.” Today’s feast of the Most Holy Body and Blood of Jesus constantly calls us beyond ourselves to sacrificial love for others.

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Two hundred years ago, a beautiful, young, Episcopalian woman accompanied her husband, a merchant, to Italy, leaving four of their five children at home with family members. They had sailed for Italy, hoping that the change in climate might help her husband, whose failing business had eventually affected his health adversely. Tragically, he died in Liverno. The grieving young widow was warmly received by an Italian family, business acquaintances of her deceased husband. She stayed with them for three months before she could arrange to return to America. The young widow was very impressed by the Catholic faith of her host family, especially their devotion to the Holy Eucharist: their frequent attendance at Mass, the reverence with which they received Holy Communion, the awe they showed toward the Blessed Sacrament on feast days when the Eucharist was carried in procession. She found her broken heart healed by a hunger for this mysterious presence of the Lord, and, upon returning home, requested instruction in Catholic Faith. Soon after being received into the Church, she described her first reception of the Lord in the Eucharist as the happiest moment of her life. It was in St. Peter’s Square on September 14, 1975, that Pope Paul VI canonized this woman, Elizabeth Ann Seton, as the first native-born saint of the Unites States. The Eucharist for her was a sign and cause of union with God and the Church.

 

Fr. Joseph Antony Sebastian
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Nota de nuestro pastor:

Dominic Tang, el valiente Arzobispo Chino, fue encarcelado por veintiún años solamente por su lealtad a Cristo y a la Iglesia verdadera de Cristo. Después de cinco años de confinamiento solitario en una celda sin ventanas, húmeda, sus carceleros le dijeron al arzobispo que él podría dejarla por unas horas para hacer lo que quería. ¡Cinco años de confinamiento solitario, y él tenía un par de horas para hacer lo que quería! ¿Qué sería? ¿Una ducha de agua caliente? ¿Un cambio de ropa? ¿Sin duda, una caminata fuera? ¿Oportunidad de llamar o escribir a la familia? Qué sería, el carcelero le preguntó. “Me gustaría decir Misa,” respondió el arzobispo Tang. [Mons. Timothy M. Dolan, Sacerdotes del Tercer Milenio (2000), p. 216]. El Vietnamita Jesuita, Joseph Nguyen Cong Doan, quien pasó nueve años en campos de trabajo en Vietnam, relata cómo fue finalmente capaz de decir la Misa cuando un Sacerdote compañero de prisión compartió algunas de sus propias provisiones de contrabando. “Esa noche, cuando los presos estaban durmiendo, tirado en el suelo de mi celda, celebré la Misa con lágrimas de alegría. Mi altar fue mi cobija, mi ropa de prisión mis vestiduras. Pero yo me sentía en el corazón de la humanidad y de toda la creación.” La Fiesta de hoy del Santísimo Cuerpo y Sangre de Jesús nos llama constantemente más allá de nosotros mismos al amor sacrificado por los demás.

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Doscientos años atrás, una mujer hermosa, joven, Episcopal acompañó a su esposo, un comerciante, a Italia, dejando a cuatro de sus cinco hijos en casa con miembros de la familia. Había navegado hacia Italia con la esperanza de que el cambio climático pudiera ayudar a su marido cuyo negocio fracasado eventualmente le había afectado su salud negativamente. Por desgracia, murió en Liverno. La afligida joven viuda fue recibida calurosamente por una familia italiana, conocidos de negocios de su difunto marido. Se quedó con ellos durante tres meses antes de que ella pudiera arreglar para volver a América. La joven viuda estaba muy impresionada por la fe católica de la familia, especialmente su devoción a la Eucaristía: su asistencia frecuente a Misa, la reverencia con que recibían la Sagrada Comunión, el respeto que demostraban hacia el Santísimo Sacramento en días de fiesta cuando la Eucaristía se llevaba en procesión. Ella encontró su corazón roto sanado por un hambre de esta presencia misteriosa del Señor y, al volver a casa, pidió instrucción en la fe católica. Poco después de ser recibida en la Iglesia, ella describió su primera recepción del Señor en la Eucaristía como el momento más feliz de su vida. Fue en la Plaza de San Pedro, el 14 de Septiembre de 1975, que Papa Paul VI canonizó a esta mujer, Elizabeth Ann Seton, como la primera santa nativa de los Estados Unidos. La Eucaristía para ella era un signo y causa de la unión con Dios y la Iglesia.

 

Fr. Joseph Antony Sebastian
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